La transferencia tecnológica, la asignatura pendiente de España
¿Qué podríamos esperar de una empresa con más de 150.000 personas en su equipo de I+D?, se preguntan los autores, que repasan las dificultades para convertir el potencial científico del país en aplicaciones, analizan las razones del éxito de otros modelos y concluyen que tan importantes como los medios materiales son los aspectos culturales
Werner du Plessis / Unsplash
Investigación y desarrollo (I+D). Hablamos de ellos como de una pareja paseando de la mano. A menudo con su retoño, la innovación (I+D+i). Pero el descubrimiento de nuevos conocimientos (ciencia), el desarrollo de nuevos productos y herramientas (tecnología), y cómo estos llegan a la sociedad (innovación), como en toda buena familia, tienen sus diferencias y desencuentros. Conseguir que se lleven bien es todo un reto.
El debate público sobre las políticas de ciencia, tecnología e innovación está en buena medida dominado por la metáfora de la “tubería”. Según esta, las nuevas ideas tecnológicas surgen como resultado de los descubrimientos científicos y fluyen de manera natural a través de la investigación aplicada, el diseño, la fabricación, el marketing y la comercialización.
Los conocimientos científicos de una sociedad serían como el saldo acumulado en una cuenta de ahorro intelectual. La relación entre gasto en I+D y el PIB se utiliza como medida de la apuesta por el futuro y del potencial económico de regiones y países.
España no queda especialmente bien retratada por este índice. Pero incluso así, en España tenemos unos 150.000 investigadores y una producción científica razonable. Cabe preguntarse qué rentabilidad obtenemos de nuestro saldo de conocimiento. O como explica este artículo, ¿qué podríamos esperar de una empresa con más de 150.000 personas en su equipo de I+D?
La respuesta es que España (como Europa) tiene dificultades para transformar el conocimiento en aplicaciones. Para entender por qué, es necesario entrar en la tubería y observar cómo ocurre la transferencia tecnológica. La realidad es más compleja que el modelo lineal. El pionero de internet Bob Metcalfe ya dijo que “la invención es una flor, la innovación una mala hierba”.
El nivel de madurez de una tecnología puede calibrarse utilizando el índice de madurez TRL (siglas en inglés de Technological Readiness Level) . La investigación tiende a centrarse en el desarrollo de la tecnología en los niveles 1 a 3. La comercialización requiere un prototipo probado en un entorno relevante, robusto y con una operativa de mantenimiento de nivel 6, 7 o superior. La maduración suele ser más lenta y costosa de lo esperado. De hecho, la metáfora que se utiliza con más frecuencia para describir este proceso de transferencia es la del “valle de la muerte”.
Atravesar este valle precisa agentes con capacidades muy diversas: técnicas, comerciales, gestión de proyectos, derechos de propiedad, contratación, liderazgo, negociación. así como la financiación para cubrir un flujo de caja negativo prolongado.
Crear las condiciones e incentivos para la colaboración eficaz de estos agentes es el reto al que se enfrentan las políticas de innovación. Todo el mundo desea crear el siguiente Silicon Valley. Pocos aciertan con la fórmula. El proceso, no obstante, ha sido estudiado de manera exhaustiva desde los años 70 y existen patrones comunes que pueden y deben servir como referencia. Destacaremos tres:
-Titularidad de los derechos de propiedad industrial y flexibilidad regulatoria y organizativa y para su gestión.
-Incentivos para la contratación y movilidad de personas y recursos.
-Financiación pública y privada.
En EE. UU. la ley Morill de 1862, que instituyó la cesión de terrenos públicos a las universidades, las convirtió en laboratorios y centros de innovación. La ley Bayh–Dole de 1980 concedió a las universidades la titularidad de los resultados de investigación obtenidos con financiación pública. El número de patentes y la actividad de transferencia experimentaron un enorme impulso. Para su gestión se crean las oficinas de transferencia tecnológica (OTT).
En el modelo de transferencia resultante (no necesariamente ideal), la universidad colabora con los investigadores para determinar qué resultados son viables, patentarlos y crear una estrategia de comercialización. La tecnología puede licenciarse directamente a empresas establecidas, pero con tecnologías de alto riesgo o disruptivas. Lo habitual es la creación de empresas (spin-off) por parte de los propios investigadores.
La start-up, entendida como una organización temporal cuya misión es encontrar y validar un modelo de negocio escalable y repetible, es el instrumento de transferencia por excelencia. El capital público suele financiar las fases iniciales del desarrollo, pero el capital riesgo privado es el elemento determinante.
Idealmente, cuando la transferencia tiene éxito, la universidad obtiene ingresos de las licencias, cerrando un potencial círculo virtuoso. La realidad es que pocas tecnologías acaban produciendo resultados más que mediocres, por lo que el proceso requiere visión de largo plazo, una apuesta sostenida y escala.
El modelo del MIT frente a la brecha europea
En EE. UU., el MIT, creado en 1861, es un referente de este modelo de transferencia. La universidad de Stanford lo ha sido para la revolución del hardware y la información en Silicon Valley. En el Reino Unido, Imperial Innovations se creó como departamento de transferencia de Imperial College en 1986. Posteriormente, pasó a ser una subsidiaria y en 2006 sus acciones fueron admitidas a cotización en el mercado alternativo de Londres. Ese mismo año se creó Cambridge Enterprise como unidad de transferencia de la universidad de Cambridge.
Fuera del ámbito anglosajón, algunas universidades europeas han empezado a seguir la experiencia de Reino Unido. De manera sorprendente, Alemania con un gran empuje y fuerte apoyo de las administraciones regionales. La Universidad Técnica de Múnich se autodefine como “la universidad emprendedora” con iniciativas como la creación de la empresa UnternehmerTUM y el “TUM Venture Labs”.
En España, tanto la Ley de Ciencia, Tecnología e Innovación como la Ley de Universidades incorporan los ingredientes esenciales. Pero más allá de la legalidad existen factores sociales y culturales, como la aversión al riesgo y la receptividad ante nuevos diseños, y conocimientos tácitos que no son directamente replicables.
Europa es consciente de la brecha de productividad de su modelo de innovación. No solo con EE. UU., sino con países como Israel, Singapur y Corea del Sur con modelos parecidos. Y por supuesto con China, con un modelo diferente. La Comisión Europea lleva años enfatizando la necesidad de adopción de estas prácticas. Mejorar la transferencia tecnológica y la cooperación entre empresas, centros de investigación y universidades es una de sus prioridades en el horizonte 2021 – 2027.
La evolución que está experimentando la industria financiera con el avance de las plataformas de financiación participativas (equity crowdfunding), la descentralización y la esperada tokenización de activos ofrecerán vías alternativas o complementarias de financiación, e incrementarán la competencia y presión sobre los modelos de transferencia.
El gobierno de España acaba de publicar en febrero de 2021 la Estrategia España Nación Emprendedora, en la que se identifican tres palancas: educación, I+D+i y emprendimiento innovador. España no puede quedar rezagada, se dice. Pero España ya lo está. Ponerse a la altura de sus pares a nivel europeo e internacional no es una cuestión de voluntarismo.
Creemos que es fundamentalmente una cuestión de inteligencia y humildad. Inteligencia para comprender y aprender de las mejores prácticas. Humildad para adoptarlas y asimilarlas haciendo, como diría el actual presidente italiano, lo que haga falta.
Artículo publicado originalmente en The Conversation con la firma de Francisco J. Jariego, investigador de la Universidad Politécnica de Madrid y miembro del comité asesor de FOM, y Gonzalo León, Catedrático de Ingeniería Telemática de la UPM