Política ficción para ‘el año de la regulación tecnológica’ que se avecina
Así se ha comenzado a bautizar un 2024 en el que se deben sentar las bases de materias enormemente críticas como la inteligencia artificial, la ciberseguridad o nuestra convivencia con los sistemas autónomos, según el autor, que califica las circunstancias en las que actuará previsiblemente el nuevo Gobierno como poco adecuadas para un desafío de este nivel
James Manyika, Elon Musk y Carme Artigas en el IA Safety Summit. / @carmeartigas / X
Se ha declarado ya 2024 como “el año de la regulación tecnológica”, una circunstancia que mantendrá ocupados a los legisladores, especialmente a los europeos, a los abogados y, obviamente, a los diversos grupos de presión, desde los que comandan compañías tecnológicas (sí, esa etiqueta abarca ya a los fabricantes de automóviles) hasta los que impulsan los fondos de inversión.
Sobre el tablero, aspectos realmente delicados en materia de inteligencia artificial. Ha recibido muy buenas críticas la reciente orden ejecutiva de la Administración Biden-Harris y son varias las voces que ponen el acento precisamente en “una cosa que no hace, a pesar de la presión pública: crear un Servicio de IA de EEUU (USAIS), inspirado en el Servicio Digital de EEUU (USDS). Esa es la decisión correcta. Lo que el Gobierno necesita es disponer de competencia digital (IA y otras) allí donde se realiza el trabajo: integrada en las operaciones centrales de las agencias. Agregar objetos nuevos y brillantes no nos dará esa competencia, pero el aburrido trabajo de arreglar la contratación federal sí podría hacerlo. Y no necesitamos una orden ejecutiva para hacer eso”, escribía esta semana Jennifer Pahlka.
Hay más asuntos pendientes de regulación, como la necesaria adopción de una política europea en materia de ciberseguridad, que para ser eficaz va a tener que aplicarse por encima de la soberanía estatal y, en un contexto tan delicado desde el punto de vista geopolítico, tendrá una difícil convivencia con la privacidad; un amplio abanico de nuevos estándares y de mecanismos que faciliten la interoperabilidad, la compartición de datos y la conectividad transfronteriza; o la imperativa cuestión de la innovación en salud, resolver las dificultades normativas que asfixian a las startups tecnológicas que se atreven con vacunas, medicamentos y terapias génicas.
Por supuesto, es urgente también la tarea de crear un entorno propicio para el despliegue de los sistemas autónomos. Sólo Austria permite en Europa que circulen robots móviles y AGV por las calles; está pendiente la actualización de la regulación de tráfico relacionada con los vehículos con diferentes sistemas de asistencia a la conducción; y el tema de los drones es lo más cercano a un sindiós: sólo en España, la altura que pueden alcanzar y la posibilidad de que vuelen más allá de nuestra visión varía entre comunidades autónomas, de modo que resulta poco viable aún plantearse su entrada masiva en el delivery.
Hay muchas más cuestiones candentes sobre las que sus señorías tendrán que regular y, como ciudadanos a la espera de conocer sus deliberaciones, quizás sea normal que miremos todo el proceso con cierta inquietud. Especialmente en España, afrontamos “el año de la regulación tecnológica” de una forma, podría decirse, poco adecuada de partida.
¿Cuáles son los fundamentales sobre los que asentará su política un Gobierno como el que parece avecinarse, que combina desde la hostilidad manifiesta hacia el sector tecnológico (no exenta de multitud de ejemplos de incoherencia, como el hecho de que Podemos haya sido una de las formaciones con mayor nivel de gasto en Facebook) hasta la reivindicación del criterio territorial como factor determinante, por encima de otros como la eficiencia y el interés general, en la planificación de la gestión de recursos públicos?
Difícil prever qué nos va a deparar esta nueva legislatura en su “año de la regulación tecnológica”, ni el margen de maniobra con el que contarán ese amplio espectro de responsables del sector público que conocen bien la materia y tienen un criterio formado. El desarrollo, verdaderamente decepcionante, del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, nos indica que, en las circunstancias anteriores, aún mejores que las que se avecinan desde el punto de vista de libertad de movimientos de esa parte de la Administración, los criterios políticos se han impuesto sobre los técnicos y tecnológicos en la normativa.
No olvidemos que España es probablemente el único país capaz de publicar dos Estrategias Nacionales de Innovación, un libro del CSIC y un PERTE sobre inteligencia artificial sin incluir ni un solo dato de producción propia (en algún caso, ni un solo dato a secas). Y no dejemos de lado el hecho de que Yolanda Díaz se postula como vicepresidenta al frente de Industria. ¿Marx al volante de un Tesla? Mejor volver a los coches de caballos. ¿Quién puede culpar a Teresa Riesgo de querer abandonar el Ministerio de Ciencia e Innovación?
Tan preocupante o más será nuestro papel en eso que se ha dado en llamar la diplomacia de la innovación, a la que ya he aludido en varias ocasiones: con qué voz y con qué estrategia acudiremos a los grandes foros internacionales en un momento crucial para la definición de estándares y regulación de las tecnologías que marcarán el próximo gran ciclo económico.
Quizás no sepamos quién nos va a respaldar, ni qué nos encontraremos cuando echemos la vista a nuestro Gobierno para tratar de averiguar en qué está pensando, pero siempre habrá alguien a tiempo de presidir el Órgano Consultivo de Alto Nivel sobre Inteligencia Artificial de la ONU y hacerse una foto con Elon Musk y James Manyika, vicepresidente de Google, como nuestra secretaria de Estado Carme Artigas, en el reciente AI Safety Summit. Y enhorabuena. Eso que se lleva a casa y bien que se lo merece. ¿Adiós también?