En defensa del innovador empresario

Sea su forma de operar en la sociedad como startup, como pyme familiar o como gran corporación, son la figura a proteger, afirma el autor, que repasa sus conversaciones con los protagonistas del Collaborate de Pamplona y pone de manifiesto que el exceso de apoyo institucional hacia un tipo de figura de emprendimiento ha generado agravios comparativos, sobre todo respecto de las deep tech, y acabará perjudicando a las propias startups
26 de marzo de 2023 | Compartir: Compartir en twitter Compartir en LinkedIn
En defensa del innovador empresario
DEVIN BERKO / UNSPLASH

Uno de los momentos clave en la vida de todo innovador que decide emprender llega el día en que descubre que, efectivamente, se ha convertido en empresario. Paseando por los restos de la fiesta de cualquiera de los grandes eventos en los que se produce una sensacional congregación de startups, desde el Web Summit hasta el Mobile World Congress, cuando las luces se apagan y es posible leer con detenimiento los claims con los que se han presentado allí, se obtiene una excelente imagen del crisol real de negocios que se arraciman tras las tecnologías destellantes. Lo que hay ahí es, en su mayor parte, normal, previsible, como tiene que ser.

Es impresionante el contraste entre el envoltorio de celofán con el que hemos adornado a esas micropymes impulsadas por la tecnología digital, a muchas de las cuales no hay que pedirles más que la capacidad sobrevivir en sus nichos con un crecimiento más o menos orgánico y un nivel de escalado razonable, y la rudeza de algunos de los testimonios de innovadores que he ido espigando en la preparación del Collaborate de Pamplona.

Como esa visita del empresario Manuel Torres a Boeing en Estados Unidos para hablar de una máquina que permitiera introducir la fibra de carbono en los aviones. En el relato de Miguel Ángel Barón, “les dijo que para entender el problema debían pensar en una granja de cerdos. El animal no está diseñado para ser automatizado, para entrar por un extremo de una máquina y obtener en el otro los productos derivados de él. Lo mismo sucedía con sus aviones. Tenían que rediseñarlos para poder ser fabricados con fibra de carbono. Así empezó la gran revolución de la aviación moderna”.

En un almuerzo, el consejero de Desarrollo Económico y Empresarial del Gobierno de Navarra, Mikel Irujo, preguntó a un muy destacado empresario agroalimentario de su región por qué había decidido dar el salto del campo a la industria: “un día estaba tomando un vino y había uno allí, que entendí que era de Azkoyen, y me dije que si él puede, yo también”, le contestó. “Esto rompe todos los esquemas de nuestras políticas de emprendimiento, innovación y formación”, me apostilló Irujo.

Le decía a la rectora de la Universidad de Navarra, María Iraburu, que un investigador español en una muy importante institución de influencia global me había planteado su visión sobre el perfil de los profesores universitarios en España: más próximos a la figura del docente, acostumbrado a decir que no, que a la del investigador apasionado por solucionar problemas y mejorar el mundo con sus descubrimientos.

Ella de forma instintiva se puso la bata de científica para responderme: “Los profesores necesitamos apoyo para los aspectos más aplicados de la investigación. Es decir, si una investigación da como resultado una empresa, que alguien ayude con los aspectos que tienen que ver con la dimensión financiera y todo lo demás”.

Sobre el Collaborate de Pamplona, como sobre todo evento que tenga a la innovación y a la industria en el centro, planeará esta cuestión casi sociológica a la que cada vez tendremos que prestar más atención: el diálogo entre la naturaleza del innovador y la del empresario, que muchas veces acaban siendo la misma persona. Y, relacionada con eso, la confluencia entre el concepto clásico de pyme y el de startup, que resulta ya muy evidente porque la democratización de las tecnologías hace que el acceso a ellas ya no se convierta en un factor diferencial en el mercado.

Ha habido una cierta propensión desde las instancias públicas a potenciar la figura de las startups, que hasta tienen ley propia, como si fueran un fenómeno alternativo a la vía empresarial. Esa actitud ha generado agravios comparativos y ha distorsionado la imagen del mundo de los negocios. Hoy se condena políticamente a una gran empresa con 100.000 trabajadores y un margen de beneficio del 2,5% y se tiende alfombra roja, sin criterio tecnológico ni miramientos presupuestarios, a microempresas que multiplican sus resultados cada año (y estupendo que lo hagan).

Los agravios que más duelen no son los que tienen que ver con las pymes familiares y los autónomos, siendo estos ya difíciles de explicar, sino los que afectan a las empresas deep tech, que se cuentan con los dedos de las manos. Se trata de compañías construidas sobre visiones a largo plazo, que necesitan apoyo durante el largo plazo de maduración de sus tecnologías, pero que no quedan tan bien en los eventos donde el estallido del marketing y ese estado de ‘euforia-por-el-futuro-esplendoroso-que-nos-traen-estas-startups-que-tienen-el-secreto-para-cambiar-el-mundo-de-forma-inmediata’ eclipsan a todo lo demás.

Esta cultura de usar y tirar que tan beneficiosa resulta en unos momentos, acaba volviéndose en contra de las startups, que son las grandes perjudicadas a medio plazo. Hoy se está viendo en la crisis financiera global, que estalló en el Silicon Valley Bank entre otras razones como consecuencia de la dinámica de concentración del capital riesgo a nivel global. Los innovadores empresarios son la figura a proteger, sea su forma de operar en la sociedad como startup, como pyme familiar o como gran corporación.

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