
A debate: El camino hacia una justicia social tecnológica

La tecnología ha trascendido de los laboratorios de silicio y ha conseguido enredarse directamente con la poli contemporánea. Así, los programadores no solamente escriben con código el futuro de la innovación, sino que redactan también nuevos contratos sociales que impelerán al desarrollo de la humanidad y afianzamiento de la estructura democrática.
La justicia tecnológica es, justamente, la vocación de que cada bit llegue, al igual que el agua pública, a todos los usuarios de la sociedad sin distinción. Sus pilares son viejos conocidos, como la igualdad o la inclusión, pero se alzan ahora sobre nubes de cómputo y columnas de fibra óptica.
Esta no es utopía folletinesca. En la Technology for Social Justice Conference 2025 de Melbourne, organizaciones comunitarias y gigantes de la nube coincidieron en una advertencia: automatizar sin pausa ética multiplica la desigualdad, erosiona la confianza pública y convierte el progreso en un espejismo. Su propuesta pasaba por un modelo de gobernanza participativa de los sistemas, métricas de impacto social e incluso un juramento de humildad tecnológica que obligue a detener cualquier herramienta al primer signo de daño sistémico.
La primera tarea para conquistar el umbral es garantizar una conexión asequible para la mayor parte de la población y, así, hacer a la tecnología garante del derecho a la información. No obstante, si no se desarrolla en conjunción con políticas de alfabetización crítica sobre su uso, la innovación puede transformarse en un espejo que agrande viejas asimetrías.
Además, la existencia de una democracia transparente, aunque conceptualmente pueda parecer un pleonasmo, está lejos de perpetuarse si no se suma la tecnología en la ecuación. Con las plataformas de datos abiertos, registros inmutables en blockchain y auditorías algorítmicas independientes, las decisiones dejan rastros verificables y contrastables por el usuario. Así, la corrupción y la arbitrariedad se empequeñecen hasta desaparecer.
Acoger la justicia tecnológica ya no es un gesto filantrópico, sino la condición de legitimidad para innovar en el siglo de los datos. Quien demuestre, con métricas abiertas y gobernanza participativa, que su código distribuye oportunidades en lugar de concentrarlas, convertirá la confianza en su principal ventaja competitiva. La cuestión decisiva ha dejado de ser “¿funciona?” para devenir “¿para quién funciona y a qué precio humano y ecológico?”. Las empresas que respondan con humildad no solo sortearán la regulación que se avecina (desde la AI Act europea hasta los estándares ESG), sino que tendrán la rara capacidad de inspirar futuro y de probar que, cuando cada bit encarna un pacto social, innovar sin justicia es, sencillamente, retroceder.