Sin libertad, el pueblo no salva al pueblo

En pleno declive de la democracia a nivel global, el ejemplo de los miles de voluntarios de la dana de Valencia supone una bofetada a los autoritarismos y extremismos, y pone de manifiesto dos graves crisis en nuestro país que afectan también a la transformación tecnológica de su tejido productivo: la partitocracia y el periodismo de opinión y clickbait frente al periodismo de barro
Eugenio Mallol
10 de noviembre de 2024 | Compartir: Compartir en twitter Compartir en LinkedIn
Sin libertad, el pueblo no salva al pueblo

He tenido que dejar pasar más de una semana para armarme de valor y escribir acerca de lo que ha sucedido a apenas media decena de kilómetros de mi casa. La catástrofe de la dana, que ha afectado fundamentalmente a la provincia de Valencia, va más allá de las desoladoras e inconmensurables consecuencias físicas. Ha puesto de manifiesto dos grandes crisis.

La crisis de la partitocracia, cáncer que corroe a las instituciones democráticas en nuestro país y en buena parte de Occidente. Una de sus principales manifestaciones consiste en colocar en puestos de alta responsabilidad, en todas las administraciones, a personas leales con la dirección del partido, pero sin preparación, sin conocimientos, ni aptitud para tomar decisiones. En circunstancias de alta complejidad, como las vividas el infausto 29 de noviembre, esa derivada de la partitocracia resulta letal.

La otra crisis es la del periodismo de opinión, de clickbait y de influencers, frente al periodismo de hechos. Grandes profesionales como Antón Losada y Lucía Méndez, nos han advertido del riesgo de utilizar la catástrofe para cuestionar el papel y la presencia real del Estado. Un maestro como Juan Cruz tardó apenas unas horas en insinuar que las protestas de Paiporta estaban organizadas.

Hoy nadie se atreve a negar que, durante días, decenas de miles de ciudadanos se vieron alarmantemente abandonados por el Estado; nadie osa sostener que las manifestaciones de indignación de Paiporta fueron un acto neonazi; y se han ido desimintiendo uno a uno bulos animadamente difundidos por youtubers, tiktokers e instagramers, desde el desabastecimiento de supermercados, hasta la circulación de agua sin potabilizar o los cientos de muertos en el parking de Bonaire.

El periodismo de barro, incómodo, sin horario, alejado de esa confortable mesa de trabajo desde la que se construyen cada día los relatos partitocráticos a cientos de kilómetros de la realidad, ha sido esta vez la salvación. ¡Bravo por los compañeros!

Se ha dicho que el pueblo salva al pueblo, y es verdad. Ha sido verdad. Sin esos miles de voluntarios que actuaron por propia iniciativa y sin las organizaciones intermedias de la sociedad civil que se desplegaron con inteligencia y generosidad, una bolsa enorme de ciudadanos no habría tenido para comer, beber o cubrir necesidades básicas durante varios días. Increíble, pero absolutamente cierto.

Y es aquí donde me interesa poner de manifiesto que reconocer esa realidad no pone en cuestión al Estado (sí a sus gobernantes, obviamente), porque una de las grandes lecciones de la dana es que, sin libertad, el pueblo no habría podido salvar al pueblo.

Vivimos un auge del autoritarismo y un decaimiento de la democracia en todo el mundo. Paradójicamente, este 2024 bautizado como el año global de las elecciones, por la cantidad de convocatorias a las urnas que han tenido lugar, va a cerrarse como uno de los más lesivos para el modelo democrático. Ha experimentado en estos meses un retroceso global histórico. Sólo faltaba la victoria de Donald Trump y sus insondables intenciones.

Los populismos y extremismos se extienden por espacios que hasta ahora permanecían bunkerizados por el espíritu occidental, a resguardo de los ecos de las revoluciones inglesa, americana y francesa, amenazan con polarizar aún más el planeta, ponen en riesgo la articulación de iniciativas globales, promueven formas de autarquía económica y social y, en última instancia, son la antesala del autoritarismo. La libertad está cada vez más amenazada.

Hay que ser conscientes y repetirse muchas veces que, en un régimen autoritario y sin libertades, el pueblo no habría podido salvar al pueblo en Valencia sin el permiso oficial. A lo largo de la historia son muchos los ejemplos de esa realidad cruel. Miles de personas a las puertas sin poder hacer nada por quienes están sufriendo tras la muralla.

Por eso, lo sucedido en Valencia no sólo no pone en cuestión al Estado de Derecho en España (sí a sus gobernantes, insisto), sino que lo ha confirmado como la solución más propicia a la solidaridad. Ha sido una bofetada en la cara al autoritarismo y a sus peligrosos estadios previos, el populismo y el extremismo.

Esta reflexión se puede trasladar al ámbito de la innovación y la transformación tecnológica de España. Es evidente que no existe la misma percepción de urgencia y necesidad, no hay vidas humanas en juego, pero sobre nuestro tejido productivo está cayendo desde principios de esta década una ola de competencia basada en tecnología sin precedentes, altamente agresiva.

La ineptitud de nuestros dirigentes públicos, manifestación de lo peor de la partitocracia, se está poniendo de manifiesto en la gestión del sistema de ayudas y en la ausencia de está cuestión en el debate público. También aquí hay un periodismo de salón entregado a edulcorar la realidad. No parece un tema importante, pero está en juego nuestro Estado del bienestar del futuro. El tiempo pasa y el margen de respuesta se reduce.

Necesitamos a un buen puñado de joseandreses en el mundo de la innovación, gente que, como el popular cocinero, sea capaz de pasar por alto la incapacidad de los servicios públicos y movilice recursos en la dirección adecuada para que la brecha con los países avanzados tecnológicamente no sea cada vez mayor.

También aquí la libertad es una aliada. También aquí da la impresión de que nos vamos a tener que salvar solos. Sabemos lo que podemos esperar de las administraciones, que no es mucho, pero disponemos de un margen de autonomía para actuar por nosotros mismos.

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