Más cerca del texto final de la AI Act (¿de qué hemos hablado este tiempo?)

Tras la presentación pública de una ley que nadie ha visto aún, y cuyos flecos técnicos han quedado cerrados hace apenas un par de días, se ha tenido que vencer la resistencia de Alemania, Francia e Italia y otros tres países de la UE a dar el visto bueno sin ver el texto final, y sigue sin garantizarse el apoyo de EEUU, Reino Unido y Japón para que inspire el acuerdo del Comité de IA del Consejo Europeo
Eugenio Mallol
21 de enero de 2024 | Compartir: Compartir en twitter Compartir en LinkedIn
Más cerca del texto final de la AI Act (¿de qué hemos hablado este tiempo?)

Mes y medio después de la entusiasta presentación del acuerdo por parte del comisario europeo Thierry Breton y la todavía secretaria de Estado de Digitalización, Carme Artigas, a media tarde del viernes pasado 19 de enero, se daban por concluidos los trabajos técnicos para la redacción de la Ley de Inteligencia Artificial (AI Act) europea. Es sólo un paso, quedan más. Y durante estas semanas han ocurrido muchas cosas.

Pese a la versión triunfalista que se propagó el 9 diciembre tras las “maratonianas” conversaciones a tres bandas entre el Consejo, la Comisión y el Parlamento europeos, con el aliño de la Presidencia de turno española, lo cierto es que el 15 de diciembre Alemania, Francia e Italia, con el respaldo de Hungría, Polonia y Finlandia, seguían advirtiendo de que no se comprometerían con el acuerdo sin ver el texto final. Obvio. Es que no había texto final en ese momento, ni hasta ahora. ¿De qué hemos estado hablando en este tiempo?

Esos seis países concentran al 58,89% de la población de la UE y eso suponía un problema grave, porque el acuerdo sobre la AI Act requería de un porcentaje de votos favorable de países que representaran al menos el 65% de la población. De ahí que, a principios de enero, surgieran especulaciones acerca de si se estaba organizando una posible oposición al acuerdo y si la nueva presidencia de turno belga sería capaz de sofocarla.

A esas alturas, la maquinaria mediática y el marketing político habían bendecido y rebendecido la capacidad de Europa de anticiparse al resto del mundo en la regulación de la IA. Hasta el sancta sanctorum del MIT Technology Review nos había dado “las cinco claves que necesitas saber” sobre una ley que nadie había visto.

Al menos, la publicación norteamericana había tenido la decencia de incluir una enmienda a la totalidad al final de su artículo: “Podrían pasar semanas o incluso meses antes de que veamos la redacción final del proyecto de ley. El texto aún necesita retoques técnicos y debe ser aprobado por los países europeos y el Parlamento de la UE antes de que entre oficialmente en vigor como ley”.

Estaba tan pendiente de desarrollo la AI Act cuando se presentó con copas de champán a principios de diciembre, que el viernes pasado el periodista de Euractiv Luca Bertozzi encaraba la recta final de la redacción técnica en X con la cuestión: “¿Prepara la UE un cambio de sentido en la inclusión del sector privado? De confirmarse, el primer tratado internacional sobre Inteligencia Artificial podría no valer ni el papel en el que está escrito”.

Ese mismo día, el hacker, activista y fundador y de CEO de Star Butter, Arun Rao, preguntaba desde Berkeley (California, EEUU): “¿Qué se ha decidido sobre GPAI (inteligencia artificial de propósito general)? Eso hará o deshará la Ley”. Entre los aspectos técnicos aún pendientes, ¡el 19 de enero!, estaba también la discusión sobre las obligaciones de alto riesgo y el Anexo III, un apartado clave que especifica qué actividades deben recibir esa consideración.

Para calibrar su importancia basta recordar que el sector asegurador, agrupado en Insurance Europe, había emitido en septiembre una declaración en la que decía creer “firmemente que los seguros [de vida y salud] deben excluirse de la lista”. Hasta ahora ha sido imposible conocer el contenido del Anexo III, con implicaciones tan delicadas como esta.

El asunto sobre la extensión al sector privado al que se refería Luca está relacionado con los trabajos en paralelo del Comité de IA del Consejo de Europa (CoE), en el que están presentes 46 países, incluidos Reino Unido, Turquía y Ucrania y del que Estados Unidos, Canadá, México e Israel forman parte como observadores. El comité está preparando un acuerdo sobre IA y la UE tiene especial interés en que su contenido sea fiel al de la AI Act. Esa sería una demostración evidente de su capacidad de liderazgo global.

En la negociación del CoE, sin embargo, han aparecido algunas circunstancias incómodas que, una vez más, nos hacen revisar la foto exultante de Breton y Artigas con mirada en cierto modo conmiserativa. Para empezar, en noviembre, EEUU pidió excluir del grupo de trabajo a las ONG y entidades de la sociedad civil alegando que no quería revelar sus posiciones a representantes de países ajenos al CoE.

El trasfondo de esta postura podía estar ligado a las presiones del propio Gobierno norteamericano, con previsible apoyo de Reino Unido y Japón, para conseguir que el alcance del acuerdo sobre IA se limite a la actividad de los organismos públicos y deje fuera al sector privado. ¿Chin, chin, comisario Breton?

A raíz de ello, en la UE se ha generado un delicado debate: ¿un acuerdo de amplio contenido, pero alcance limitado a Europa; o un acuerdo de contenido limitado al sector público, pero con visión global? La decisión final podría conocerse la semana que viene en la reunión del Comité del CoE, pero está claro que Bruselas va a defender la primera opción.

Es evidente, en cualquier caso, que quedaban muchos flecos pendientes y siguen abiertos muchos interrogantes en aspectos de la redacción de la AI Act y de su impacto que son extremadamente delicados. Se tiene que exigir, por ello, un ejercicio de responsabilidad a los poderes públicos cuando abordan estos temas.

Con qué autoridad moral vamos a condicionar vía regulatoria la capacidad del sector tecnológico para desarrollar aplicaciones de IA, con la indudable afección que esas medidas van a tener en el proceso de innovación, en la competitividad de las empresas frente a otras ubicadas en países con regulaciones menos restrictivas y en la captación de inversiones, si somos los primeros en ver en ella una simple herramienta de marketing político.

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