
Friedman y Sandel, cara a cara 25 años después: la IA exige un nuevo contrato social para la economía de lo público

Cuando Thomas L. Friedman y Michael J. Sandel se encontraron sobre el escenario del Aspen Ideas Festival 2025, el ambiente olía tanto a revisión histórica como a urgencia política. Veinticinco años atrás, ambos debatieron en la misma localidad sobre los límites de la globalización y, en su nueva cita, incluso el título de la ponencia anuncia una puesta al día inevitable: «From the Age of Globalization to the Age of AI: Making Sense of a World Transformed«. La irrupción de la inteligencia artificial (IA), ya omnipresente en móviles, pero también en neveras y relojes, no es solo un avance tecnológico, sino que su impacto en la estructura psicosocial la ha convertido en un nuevo eje de la conversación cívica.
Sandel tomó la palabra con un viaje de regreso a 1989. Entonces, recordó, muchos interpretaron la caída del Muro de Berlín como el comienzo de una marcha triunfal del capitalismo liberal. “Fukuyama proclamó el fin de la historia”, evocó, “pero la euforia por entrar en la que parecía una nueva era ocultó un reparto cada vez más desigual de los frutos del crecimiento”. Este fenómeno ha quedado ilustrado en los estudios comparativos entre 1980 y 2015, que muestran cómo la economía mundial se ha expandido, pero, junto con ella, también la brecha entre el 10% más rico y el resto de la población mundial. Para el filósofo de Harvard, el principal daño no fue de naturaleza únicamente económica, sino también moral. «La meritocracia derivó en una “aristocracia del éxito” que alimenta resentimientos y erosiona la cohesión social», explica con efusividad.
Friedman, periodista galardonado en tres ocasiones con el Pullitzer, no discutió el dato, pero matizó el culpable. “La globalización no fracasó, sino que fracasaron nuestros contratos sociales”, defendió. El columnista del New York Times describió un capitalismo capaz de sacar a millones de la pobreza, aunque incapaz de garantizar redes de aprendizaje permanente que permitan a los trabajadores actualizarse al ritmo de la tecnología. Para ser trabajador de por vida, por tanto, debe uno convertirse en un aprendiz de por vida. De hecho, para reforzar las redes de aprendizaje permanente es condición sine qua non para crear un capitalismo más inclusivo.
La conversación viró entonces a la raíz de esa fractura: la pérdida de verdades compartidas. Friedman responsabilizó a la desintegración del espacio público en microburbujas digitales; Sandel señaló a los teléfonos inteligentes y a la publicidad hiperpersonalizada como auténticos “depredadores de la atención”. Quiso ejemplificarlo con una decisión pedagógica drástica: “He prohibido las pantallas en mis clases. No hay deliberación democrática posible cuando la mirada del estudiante pertenece al algoritmo”, sentenció, provocando la ovación del auditorio.
Sobre el impacto de la IA en el empleo, el Aspen Ideas planteó la pregunta que atraviesa todos los foros del año: ¿cómo preservar la dignidad cuando la máquina es objetivamente más eficaz? Sandel respondió con un alegato humanista que afirma que el propio trabajo es el que confiere identidad al hombre, así como reconocimiento y sentido de pertenencia. Por ello, expulsar a la gente del circuito productivo equivale a vaciar el respeto mutuo que sostiene a la sociedad. La economía, por ende, no es solo consumo, sino que es una coreografía de cooperación donde se juega el honor individual.
Friedman concedió el punto, pero se mostró menos pesimista: la historia está llena de transiciones laborales exitosas siempre que existan instituciones dispuestas a financiar la reconversión. Y ahí apareció la geopolítica. El periodista propuso que Estados Unidos y China diseñen juntos una “arquitectura de confianza” para la IA, un entramado de estándares que mitigue la sospecha mutua en la cadena de suministro de datos. “Cuando tu nevera tenga la misma potencia que TikTok, dejaremos de importar y exportar por miedo al robo de datos por parte del país contrario”, ironizó.
Sandel respaldó la cooperación, aunque advirtió de que la gobernanza tecnológica no puede reservarse a los gigantes corporativos. Reclamó foros multilaterales donde la sociedad civil tenga voz y, sobre todo, donde se priorice la inversión en innovación que genere productividad real por encima de la especulación financiera. “Wall Street no debe decidir en solitario el rumbo de la inteligencia artificial, sino que es un debate perteneciente a la opinión pública”, subrayó.
Para ambos ponentes, la conversación desembocó en una hoja de ruta mínima, pero urgente, para los próximos diez años. En ella coincidieron en que la democracia solo podrá revitalizarse si se recuperan espacios públicos donde convivan todas las clases sociales. Friedman lo expresó mediante una metáfora tomada de una de sus obras más influyentes: «La Tierra es más plana que nunca». Sandel replicó con un recordatorio ético al subrayar que la clave está en proteger la dignidad del trabajo, porque «el reto no es domesticar la inteligencia de las máquinas, sino cultivar la inteligencia cívica que decide qué hacemos con ella».
Al bajar el telón, quedaba la certeza de que la próxima vez que Friedman y Sandel regresen a Aspen, en 2050 si se cumple la tradición, la pregunta ya no será cuánto ha avanzado la IA, sino cuánto habremos conseguido que ese avance ensanche, y no achique, los márgenes de la vida colectiva. De aquí a entonces, sostienen ambos pensadores, el verdadero medidor del progreso no serán las curvas de adopción tecnológica, sino la calidad de los espacios comunes que logremos reconstruir.