
El sentido del dolor y la innovación

En mis años de carrera, nos entretenía mucho el tema del dolor. Ordenábamos la historia del mundo en torno a periodos de distanciamiento respecto de la naturaleza, en los que la humanidad buscaba esquivar el dolor por la vía del contrato social, la intermediación, la medida y el método, épocas que abocaban irremediablemente al hastío y la desconfianza; y en torno a periodos de contacto directo con la naturaleza, de barro y sangre, de vidas descarriadas y héroes, de espacios en ruinas y espontaneidad, de bailes bajo la tormenta insultando a la divinidad como aquel del joven Henry Miller junto al lago, fases que conducían inevitablemente al dolor.
No es lo mismo dolor que sufrimiento, igual que no lo es alegría que diversión. En Una pena en observación, CS Lewis nos dice, siguiendo a San Agustín, que el dolor es la medida del amor, es tan profundo como aquello que se ha perdido. No se siente dolor por lo que no se ama. Cuando descubrimos que se ha marchado aquel que fuimos aparece la nostalgia, y podemos ser conscientes de ello de pronto, en mitad de una fiesta, como le sucede la generación Z en el agridulce vídeo de Miley Cyrus.
Mientras el dolor ilumina nuestra historia personal y ofrece perspectiva para comprenderla, a través del boquete que abre en nuestra alma, el sufrimiento puede conducir a decisiones precipitadas y poco convenientes, que suelen pagarse con el tiempo. Por eso a los malvados en las películas les gusta hacer sufrir, y uno de los principales mecanismos para ello es el miedo al dolor. También sucede en política, Donald Trump quiere ser un experto en explotar el sufrimiento para provocar actos irreflexivos en el contrario.
Tenía que dedicar a este tema la columna de Semana Santa, porque tiene mucha relación con la innovación y con la toma de decisiones económicas en nuestros días, aunque no lo parezca. Llama mucho la atención, por ejemplo, que en el debate actual sobre el problema de la vivienda en España no se recuerde lo sucedido a finales de la década del 2000, cuando estalló la burbuja inmobiliaria.
Por aquel entonces, algunos escribíamos que nuestro país estaba cometiendo los siete pecados capitales en el mercado y, ¡ya desde 2005!, pedíamos que alguien pusiera algo de sentido común y preparara el aterrizaje suave. Pero la voracidad de empresas, bancos y millones de particulares, de personas individuales, sí, a los que el ladrillo les iluminaba los ojos, con la connivencia de la Administración, eran imparables. ¿Quién no recuerda barbaridades, auspiciadas por esas tasadoras que valoraron los inmuebles con absoluta mezquindad, muy por encima de su precio real? Sigo preguntándome por qué no se exigieron responsabilidades a las sociedades de tasación.
Cuando el castillo de naipes, nunca mejor dicho, cayó, comenzó el miedo, pasto para esos fondos, algunos buitre otros sencillamente bien dotados (también muchos inversores particulares), contra los que ahora clamamos. Muchas de las entidades financieras que hay detrás de ellos habían sido las que inyectaban liquidez en los tiempos de bonanza, sabían lo que hacían. Eran los únicos dispuestos a quedarse esos cientos de miles de casas que queríamos quitarnos de encima a cualquier precio. Hoy nos duele el error, porque nuestros jóvenes no encuentran la forma de emanciparse. Entregamos el país, descubrimos el horror de la dependencia económica y hoy pagamos las consecuencias.
Estados Unidos está condicionando el comercio mundial para solucionar el enorme problema de deuda pública que arrastra, no para dar trabajo a los empleos industriales de Michigan, bien lo puede atestiguar Boeing. Una inversión industrial se planifica durante al menos dos años y no se pone en marcha en menos de otros dos, eso lo sabe cualquiera. La gigafactoría de Volkswagen en Sagunto o los data centers anunciados en Zaragoza son dos buenos ejemplos. Y ese es un plazo enorme en una era de la confusión como la actual.
Desglobalizar el mundo globalizado, en el que China produce en cualquier lugar que desee (pronto lo podría hacer masivamente en España), no es una opción creíble a corto plazo y Trump, obviamente, lo sabe. Hace 15 años nos abrazamos calurosamente a quienes nos compraban los pisos a precio de saldo, hoy lo hacemos a quienes nos traen ideas industriales con tecnología y competitivas, aunque procedan de China. En ambos casos, la liquidez es el factor determinante.
Es tanta nuestra propensión a la instantaneidad que en redes sociales aparecen personas aparentemente reales celebrando que la deuda pública argentina es hoy más fiable que la española y la norteamericana. Uno de los hechos característicos del momento actual es la dificultad para predecir las consecuencias de nuestras propias decisiones, por eso se necesitan líderes capaces de ver a largo plazo y distinguir lo circunstancial de lo esencial. El mercado no responde a leyes físicas, no es posible anticipar con seguridad qué pasará si soltamos dos valores de Bolsa desde la última planta de la torre de Pisa. La confusión es enemiga de la innovación, al contrario que la incertidumbre, y quienes la siembran buscan reacciones basadas en el sufrimiento.
En medio de este maremágnum, por consiguiente, ¿dónde quedan la innovación y el emprendimiento? ¿Quién piensa en ellas? ¿Quién lo hacía en la crisis de la burbuja inmobiliaria? Seguimos pensando en España que nos salvará nuestra ancestral capacidad para generar diversión. ¡Sol, playa, sangría y cachondeo! Pero el talento y el capital siguen prefiriendo el clima infernal de Boston. A menos que disponga de liquidez y tecnología, el mundo se mueve por el miedo al dolor.