A debate: El vértigo de preferir lo casi humano

La aceptación de los robots depende más de la coherencia y de la transparencia que de la apariencia humana: así lo confirman los robotaxis de Waymo frente a fracasos como los del Henn na Hotel
Carla Mansanet
7 de octubre de 2025 | Compartir: Compartir en twitter Compartir en LinkedIn
A debate: El vértigo de preferir lo casi humano

Los robots colaborativos ya nos guiñan un LED, susurran por altavoz y nos ceden el paso con la misma cortesía que un veterano de línea. No obstante, bajo su apariencia convergen la solvencia operativa y un delicado influjo psicológico. El Uncanny Valley es una hipótesis que describe la aversión que pueden sentir las personas por las entidades artificiales cuando, siendo casi indistinguibles de un ser humano, dejan entrever un rasgo que delata su artificio. Cuanto más se parece una máquina a una persona, más empatía despierta, pero basta una costura artificial, un parpadeo hueco o una pausa sin sentido para que la simpatía se convierta en rechazo.

Para calibrar la “humanidad” justa y saltar el abismo del valle, basta con fijarse en los robotaxis de Waymo. Sus vehículos no pretenden parecer personas, pero emplean una voz neutra y cercana, muestran la ruta con claridad y anuncian la maniobra antes de ejecutarla. Tal transparencia evoca a una confianza sin disfraz en el viajero. Tanto ha sido el éxito alcanzado que, según las encuestas municipales de Phoenix y San Francisco, más del 50% de los usuarios ya prefieren viajar sin conductor humano.

Pero, ¿por qué, en ocasiones, preferimos un trato digital al contacto humano? La respuesta combina comodidad, control y sesgos cognitivos. En los robotaxis, el cliente disfruta de autonomía y evita la presión social del «lo estoy haciendo mal». Además, el sistema ofrece un flujo predecible, que incluye pasos claros, confirmaciones constantes y ausencia de juicios de valor. Ese entorno elimina la ansiedad anticipatoria y activa la recompensa cerebral que genera la coherencia de expectativas. Cuando la máquina cumple lo que promete y deja al usuario el mando del proceso, la interacción se percibe como más segura y, paradójicamente, más humana en su cortesía.

La moneda, sin embargo, tiene otra cara. Cuando la estética o el comportamiento superan la línea y el truco queda al descubierto, aparece la aversión. Ocurrió en 2019 con los robots de recepción del Henn na Hotel de Nagasaki: sus rostros animatrónicos respondían tarde, malinterpretaban preguntas sencillas y, por las noches, activaban falsos avisos de emergencia. La empresa tuvo que retirar a la mitad de los autómatas y reemplazarlos por personal humano. No es la silicona lo que incomoda, es la incoherencia.

El reto no reside en humanizar la máquina a cualquier precio, sino en civilizar la interacción. La preferencia por vehículos sin conductor demuestra que la convivencia con lo digital no es una derrota de lo humano, sino la búsqueda de un trato más honesto y transparente. El diseño debe renunciar a la mímica vacía y abrazar la coherencia. Solo entonces, emerge una colaboración serena en la que la confianza se construye gesto a gesto, bit a bit.

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