
El Nuevo Orden que está creando el sector tecnológico ante el coma de las instituciones públicas

En el sector tecnológico definido por software en el que nos hemos sumergido, ya nadie discute el aforismo de que “si no eres el que programa, eres el programado”. Hace una década, conversando por el Viejo Cauce del Turia de Valencia, el entonces jefe de computación del MIT Media Lab, Michail Bletsas, me dijo aquello de “debes saber que si un servicio es gratuito el producto eres tú”, una frase que hizo cierta fortuna y se propagó en los medios hasta hacer irreconocible su origen.
Un asunto que caracteriza los convulsos tiempos que vivimos es que, ya sea por la falta de realismo con la que se redactan algunas normas, ya sea por la imposibilidad fáctica de ejercer un control real sobre asuntos como, por ejemplo, el uso de los datos (¿quién va a hacer que la Data Act se cumpla?, seamos serios, ¿y la AI Act?), esos que programan actúan hoy con una cierta impunidad. Lo inquietante es que, viendo cómo están las instituciones, esa circunstancia tan poco indeseable desde un plano teórico, podría ser nuestra tabla de salvación. Esa es hoy la tragedia de Occidente: renunciar a sus valores, para salvar sus valores.
La batalla crucial en torno a la inteligencia artificial (IA) está alcanzando su momento de máxima intensidad. ¿De qué lado te vas a posicionar? ¿Eres más de Microsoft o eres más de Google? En la cena networking del reciente Valencia Silicon Forum pude intercambiar impresiones con algunos de nuestros grandes nombres propios de la microelectrónica.
Hay motivos para pensar que la primera será la ganadora: dispone de un set de servicios para el mercado de consumo enormemente extendido y estás consiguiendo integrar en ellos la IA a la perfección. Tiene en sus manos, por consiguiente, el modelo de negocio. No debe extrañar en ese sentido el anuncio de inversión de 100.000 millones de dólares del gigante de los chips de IA Nvidia en OpenAI, cuya tecnología comercializa en exclusiva Microsoft.
De hecho, coincidencia o no, podría decirse que los movimientos de Nvidia desde la celebración del reciente SEMICON Taiwán 2025 están siendo casi compulsivos. Inversión de 5.000 millones en Intel para consolidar su infraestructura de diseño y producción de chips, y de paso quizás estrechar lazos con la Casa Blanca, que pocas semanas antes puso 10.000 millones en esa compañía. Y ahora un acuerdo con OpenAI que le ayuda a configurar ecosistema con Microsoft.
Para dar una idea de la magnitud de la inversión, Nvidia solo contaba con 57.000 millones de dólares en efectivo a finales de julio y los analistas esperaban que invirtiera 97.000 millones en efectivo en su año fiscal que finaliza en enero, un 60% más que en 2024, según S&P Global Market Intelligence. La inversión en OpenAI se realizará a lo largo del tiempo, de modo que Nvidia no debería tener problemas para financiarla.
En paralelo, OpenAI y Microsoft han presentado un «memorando de entendimiento no vinculante sobre la siguiente fase de nuestra colaboración», en pleno proceso de reestructuración de la primera para preparar su salida a Bolsa y reforzar su actividad como empresa con ánimo de lucro. Microsoft tiene poder de veto al respecto y no le ha hecho gracia que OpenAI haya firmado un acuerdo con Oracle para alquilar sus servidores por 300.000 millones de dólares, 2,5 veces lo que se ha comprometido a pagar por usar los servidores de Satya Nadella.
En realidad, las aguas volverán a su cauce porque Sam Altman necesita recaudar dinero para poder pagar los 115.000 millones que planea invertir hasta 2029. Un mensaje de calma hacia el mercado siempre viene bien y si es de la mano de Microsoft, una de sus principales vías para generar negocio, suena mucho más creíble.
No se ha vinculado explícitamente toda esta sucesión de acontecimientos a SEMICON Taiwán 2025, el evento de la industria de los semiconductores en la meca de los semiconductores: Taipéi, sede de TSMC. ¿Qué sucedió allí? Resulta que Google presentó el que puede considerarse, en estos momentos, el segundo mayor negocio de chips de IA más grande del mundo: el programa TPU (Unidades de Procesamiento Tensorial). Una alternativa al dominio aplastante de las famosas GPU (unidad de procesamiento gráfico) de Nvidia.
Y resulta que, mientras la cadena de suministro de Nvidia es muy dependiente del ecosistema de proveedores taiwanés, Google ha encargado la integración de servidores a Celestica en Canadá y el diseño ASIC (circuito integrado para aplicaciones específicas) a la compañía californiana Broadcom, fundada por HP.
El chip de IA de Google completa una cadena de valor en la que Nvidia no tiene una presencia comparable, de ahí quizás el movimiento de Jensen Huang hacia el ecosistema de Microsoft. Gemini, conmutadores para centros de datos, procesadores TPU, arquitectura de transformers con la que se generan los LLM… Google tiene un portfolio robusto frente al que Nvidia opone unas magníficas y deslumbrantes tarjetas gráficas a las que subió a la cresta de la ola de la IA mundial capa por capa, parcheando sistemas heredados. En Taipéi, se habló, en fin, de que podría pasar de concentrar el 60% de la capacidad de producción de TSMC al 40% en 2026, si es que no baja incluso al 30%.
En estas, el libro How Progress Ends de Carl Benedikt Frey, atrae cada vez más atención. Como comentábamos ayer en el Radar Atlas, desafía la creencia convencional de que el progreso económico y tecnológico es inevitable. Frey pone de manifiesto una tensión recurrente en la historia: mientras que la descentralización fomenta la exploración de nuevas tecnologías, la burocracia es crucial para escalarlas.
Si las instituciones promueven y se adaptan al cambio tecnológico, el círculo virtuoso produce resultados majestuosos. Pero si no es así, por fabulosa que sea la novedad del avance científico-tecnológico, inevitablemente llega el estancamiento.
La sucesión de movimientos en el sector tecnológico contrasta con el estado comatoso en el que se encuentran los representantes públicos en Occidente, incapaces de resolver el nudo gordiano, inmersos en una carrera alocada para escapar perpetuamente de la realidad. Cuando llega la violencia, desgraciadamente, todo se complica y resulta más difícil conciliar estrategias con el sector privado, que puede decidir seguir esperando, como parece que vamos a hacer en Europa, o lanzarse a crear su propio Nuevo Orden.