Universidad, tan lejos, tan cerca
Más necesaria que nunca y, cuando despliega toda su eficacia transformadora, tan útil para la mejora del tejido productivo, la universidad española debe resolver, sin embargo, a juicio del autor, las ineficiencias que hacen que, en ocasiones, parezca tan ausente para el resto de actores del ecosistema
DOM FOU / UNSPLASH
Justo unos días antes del Collaborate People & Data 2022 cené con un catedrático de una de las universidades que, posteriormente, Mayte Bacete mencionaría como las responsables, en el sentido más constructivo de la palabra, de que se forjaran las bases empresariales del actual Valencia Silicon Cluster de la industria del microchip.
Tan lejos, tan cerca. Tan necesaria, tan útil, tan ausente. El catedrático en cuestión había desarrollado parte de su carrera investigadora en una de las cinco mejores universidades de Estados Unidos y en otra de enorme prestigio en Australia. Dos de los campus más importantes del mundo.
Allí, los profesores que captan proyectos de investigación y ejercen su labor docente con excelencia, son correspondidos con unos emolumentos a la altura de universidades que quieren competir por formar parte del selecto club de hubs en los que se está concentrando poco a poco el conocimiento a nivel global.
Cuando volvió a España, se encontró con una realidad muy distinta. Una vez incorporado a la nómina de su universidad, salvo catástrofe, con independencia del número de proyectos que consiga y de su calidad como docente, en la práctica, discursos teóricos e ideológicos aparte, cobrará lo mismo que quien no lo haga.
De hecho, me cuenta, si gracias a la captación de un proyecto con fondos europeos, por ejemplo, logra comprar un ordenador para su departamento, la universidad en cuestión sencillamente le obviará a la hora de comprar ordenadores para el resto de departamentos. Es decir, tú te lo has pagado con fondos europeos, al resto, que no han captado ese dinero, se lo pago yo. Pero todos tendréis ordenador. Una anécdota insustancial con mucha carga de profundidad.
Como describí en el informe «#Desafío2027: hacia un nuevo modelo de I+D+I» publicado por Fedit, entre 2017 y 2018, los centros tecnológicos superaron a las universidades en número de contratos firmados para la realización de proyectos (17.393, un 53,34% del total, frente a los 12.749 de estas), en importe total (458,63 millones de euros frente a 374,58) y en volumen de ingresos efectivamente generados (184,41 millones frente a 144,66 millones de aquellas).
Y, pese a tener un protagonismo menor en la prestación de servicios, el balance final de ingresos sitúa a los centros tecnológicos en primer lugar en el ecosistema nacional de transferencia de tecnología, con 234,6 millones de euros facturados, el 42,4% del total, por encima de los 225,83 millones de las universidades públicas (40,81%)».
Lo llamativo es que lo hicieron contando con el 10% del personal investigador de España, frente a aproximadamente el 20% de las OPI (organismos públicos de investigación) y el 70% de las universidades, algo comprensible teniendo en cuenta que el presupuesto de estos últimos es 1,8 y 73 veces superior, respectivamente, al de aquellos.
Y la llamada de los responsables del sector tecnológico, y en especial del sector de la microelectrónica, es inequívoca al respecto: hay un cuello de botella de talento en nuestro país para abastecer a unas empresas con un potencial de crecimiento sensacional. Cómo poder soportar ese salto de calidad y de intensidad productiva con apenas 200 ingenieros especializados surgidos de las universidades cada año. ¡200!
Estamos abocados a captar talento del extranjero. En un evento reciente, un directivo del ámbito de las fabless instaba a dedicar parte de los fondos europeos a ayudar a las empresas a ofertar salarios adecuados competitivos a nivel global (¿importaremos ingenieros de China e India?, quizás no haya otra opción) para incorporar a los perfiles profesionales que se necesitan para no perder el tren de la tecnología.
Tan lejos, tan cerca. Capaces de sembrar la semilla de la transformación del tejido productivo con spin off deslumbrantes, y frustradas a la vez en su mapa de reinos donde el conocimiento se agosta compartimentalizado y falto de motivación. Necesitan soñar más nuestras universidades, creer en esa fabulosa sustancia que fertiliza a todo lo demás: la meritocracia.
*El artículo de Eugenio Mallol forma parte del número 8 de ATLASTECH REVIEW que puedes descargar aquí.